23.2.08

La cantidad de materia orgánica supera por mucho la capacidad de dilución del canal

El Cárcamo de la Huizachera, a donde llegan todas las descargas de desechos de la ZMG
Olores nauseabundos y ratones de todos tamaños distinguen a la colonia Santa Rosa

MAURICIO FERRER



Acumulación de basura y lento fluir del agua en el Cárcamo de la Huizachera Foto: HECTOR JESUS HERNANDEZ La Huizachera es un camino de desechos orgánicos (e inorgánicos): de todos los tipos que se producen en la Zona Metropolitana de Guadalajara (ZMG). De los de su baño, de los del mío. Es un canal de aguas negras que apesta; en el que las moscas se revuelcan entre latas, botellas y hieleras de hielo seco que no se van al fondo debido a la gruesa capa de desechos orgánicos. Los suyos, los míos.

Para llegar a La Huizachera, hay que tomar la carretera a Chapala. Antes de llegar a El Salto, se desvía uno a la derecha y recorre calles polvorientas, sin pavimentar, donde el grafiti es el que “rifa”. Es la colonia Santa Rosa.

Más que las preguntas entre los que habitan la zona, el olor a podredumbre es el que lo conduce a uno. El que lo conduce a las casas de ladrillo que se erigen a escasos metros de lo que se conoce como el Cárcamo de la Huizachera.

Un estrecho puente de metal es el que sirve para levitar entre los malos olores y la contaminación de aguas negras, esas, de las que dice cierto empresario, se echa “un buche” de las mismas.

Las aguas vienen desde el sur de Guadalajara. Más exacto, desde Miravalle. Se acumulan descargas residuales en Tlajomulco de Zúñiga y de nuevos fraccionamientos construidos en Tlaquepaque. Y desembocan ahí, en el canal al que, si se camina a su lado, se llega a la colonia Bonito Jalisco, donde vivía el niño Miguel Angel López Rocha. Donde habitaba y donde encontró su muerte. Ahí, a escasos metros de Bonito Jalisco, detrás de las casas que parecen “favelas brasileñas” –pero a la mexicana–, se yergue una cruz de madera. Abajo, a un precipicio, unas aguas negras llevan consigo excremento, lodos, basura. Son los líquidos del cárcamo, contaminados que se unen a las vertientes del Santiago.

El Cárcamo de la Huizachera es a donde llegan todas las descargas de la ciudad después de que cada uno de los casi 4 millones de habitantes de la ZMG le jala la palanca al baño. Ahí llegan los desechos naturales del cuerpo. Pero también llega el papel que echa al excusado. El jabón que tira mientras se enjuaga el cuerpo, el champú, el agua con que lavó los vegetales, los platos, etcétera. Ahí llega todo. Se estanca. Se crea una muralla de desechos. Se deja de ver el agua.

El agua no corre más desde ese punto. Y si lo hace, lo hace de manera lenta. Así, los rayos del sol no llegan al líquido, a las plantas. La fotosíntesis se va desvaneciendo. La materia orgánica por sí misma no alcanza la degradación.

“La cantidad de materia orgánica es mucho mayor a la capacidad de dilución del canal. El problema es que creció la masa urbana, la carga es más grande de la que nutría fluvialmente, o sea, ahorita es mayor concentración orgánica”, explica Graciela González, de la asociación Un salto de Vida.

Olores nauseabundos y al lado de esa contaminación, casas, gente, niños corriendo, perros buscando un hueso.

Bianca, una habitante que pasa por el oxidado puente de metal, lleva casi dos años viviendo en ese lugar del mundo. “En tiempos de calores es cuando hace más… huele a mil aromas… ves ratones de todos los tamaños… zancudos, hay muchísimos… ah y la basura pasa dos veces por semana”, frases de la mujer que describen lo que significa vivir en La Huizachera.

Ladrillos en casas, ladrillos en el suelo, ladrillos creándose. Ladrilleras que trabajan con modelos de hace 20 años: quema de madera. A falta de la misma, 20 años después, las llantas, los plásticos, lo que sea que prenda sirve. Y las aguas. Un canal que se abre a un lado, luego otro. Venas del suelo que llevan las aguas negras para la fabricación de ladrillos en lugares donde habitan niños, mujeres, hombres, descalzos todos ellos. Pies curtidos por la tierra y el agua.

Son unas 152 ladrilleras registradas en el municipio de El Salto. Unas 21 cuentan con hornos.

“No hay legislación al respecto ni a nivel estatal ni nada, lo único que se ha hecho en otras administraciones es invitar a los ladrilleros a que formen cooperativas para que busquen modelos alternativos a la quema de ladrillo por las emisiones de la atmósfera”, explica Graciela.

Y el camino sigue. Uno marcha, las aguas apenas se mueven.

Al salir, el olor se impregna en la ropa, en la piel, con la urgente necesidad de un baño, con jabón aromatizado, con champú, con burbujas que irán a parar a La Huizachera, que impedirán que el agua se limpie en su curso natural y que al tornarse negra, se incrustará en la uñas de los que fabrican ladrillos, de los que andan descalzos entre el terreno polvoso, de los que viven en casa lidiando con zancudos y de los que incluso, recogen la basura, aunque sea dos veces por semana en Santa Rosa.

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