Antes o después hay que plantarse. Hemos gastado los últimos veinte años en la secuencia inicial de lo que los historiadores denominarán algún día “la era del calentamiento global”, el preámbulo del mayor drama que los humanos jamás hayan representado, la apertura que insinúa la melodía a la que marcharán los siglos por venir. Pero ninguna de las notas de la partitura está decidida, ni las líneas argumentales aún por llegar claras. Y ello es, sobre todo, porque hasta hace muy poco no sabíamos exactamente en qué punto exacto nos encontrábamos. A partir del momento en que, en 1988, un científico de la NASA llamado James Hansen explicó al Congreso que la incineración de carbón, gas y petróleo estaba produciendo el calentamiento del planeta Tierra, hemos luchado para asimilar esta verdad: que el eje rector de nuestra vida económica (el combustible fósil buicuo que ha desarrollado al mundo desarrollado) está arruinando el eje rector de nuestra vida física (un clima y nivel del mar estables, sobre los cuales descansa nuestra civilización). Durante cierto tiempo -más en los EE.UU. que en cualquier otro lugar- discutimos si esto era verdad o no. Pero un año caluroso sucedió a otro, y el debate empezó a decaer, por su propio peso. En su lugar surgió la verdadera pregunta: ¿es éste un futuro peligroso, del tipo de cosas por las que nos hacemos con un seguro a un precio razonable para protegernos? ¿O es esta crisis un auténtico Apocalipsis por lo que hacemos a un lado lo demás? ¿Estará Hitler satisfecho con los sudetes, o el mundo tendrá que desembolsar cada centavo -sin mencionar decenas de millones de vidas- luchando contra él? ¿Un problema... o un PROBLEMA? La respuesta, la hemos encontrado estos últimos 12 meses. En septiembre dle 2007 la marea empezó a cambiar. Cada verano el Mar Ártico se derrite, y cada otoño se congela. La cantidad de agua que ha pasado al mar ha estado creciendo regularmente durante tres décadas, un uno o dos por ciento al año, más o menos al paso en que el cabello retrocede en un hombre de mediana edad. Era algo preocupante, y los científicos dijeron que el hielo restante en verano podría desaparecer por completo hacia el 2070, lo que equivale a un pestañeo en el tiempo geológico, pero a una eternidad en el tiempo de los políticos. A finales del verano del pasado año, sin embargo, el hielo no se derritió, sino que huyó en desbandada. Como en esas historias en que el pelo de la gente se torna blanco de la noche a la mañana. Cada semana desaparecía una extensión de hielo del tamaño de Colorado, y el Paso Noroeste estuvo abierto todo el mes de septiembre por primera vez en la historia. Mucho antes de que descendiese la inclemente noche ártica y el hielo empezase a formarse de nuevo, sí, pero los científicos usaban ya palabras como “increíble”. Volvieron a rehacer los cálculos, y un científico de la NASA estimó que el hielo del Ártico habría desaparecido por completo en el 2012. Traducido en años políticos esto significa “al comienzo de mi segundo mandato.” La palabra clave era “cénit”. Como en «diría que hemos alcanzado el cénit o que la capa de hielo ya lo ha alcanzado, y empieza a descender. Se trata de un claro indicativo de que hay un mecanismo detrás y que está en aumento.» Quien habla es Pål Prestrud, del Center for International Climate and Environmental Research [Centro internacional para el estudio del clima y el medioambiente] de Oslo. Por su parte, Mark Serreze, del National Snow and Ice Data Center [Centro nacional de datos sobre el hielo y la nieve] de la Universidad de Colorado: «cuando la capa de hielo merma hasta este estado tan vulnerable, el fondo desaparecerá... Creo que existen algunas pruebas de que quizá hayamos alcanzado el cénit, y los impactos no se circunscribirán a la región ártica.» “Cénit”, en este contexto, no es ninguna palabra de moda vacía de sentido. Significa que en el mundo físico está teniendo lugar un proceso, un proceso que los humanos comenzaron. Hemos vertido tanto carbono en la atmósfera que éste ha atrapado un calor excesivo que ha empezado a derretir el hielo. Cuando ese hielo empezó a derretirse, hubo menos hielo blanco en que los rayos solares se reflejasen y volviesen al espacio, y más océano azul para absorberlos. Los acontecimientos empezaron a retroalimentarse. A lo largo del último año hemos visto lo mismo ocurrir en otros sistemas. En abril, la National Oceanic and Atmospheric Administration [Administración nacional oceánica y atmosférica] publicó un informe mostrando que el 2007 ha registrado un aumento dramático y repentino de la cantidad de metano -otro gas que atrapa el calor- en la atmósfera. Según parece una de las razones es que cuando quemamos combustible fósil y empezó a aumentar la temperatura, también empezamos a derretir el permafrost, derritiendo en algunos lugares, en sólo dos décadas, ocho veces más de lo que se había derretido durante los mil años anteriores. Y a medida que avanza el deshielo del suelo, emite metano, el suficiente para que ahora forma burbujas que crean “islas cálidas” en lagos y estanques que no hielan en lo más profundo del invierno siberano. A más metano, más calor, y a más calor, más metano. Lavar, enjuagar, repetir el proceso. La última pieza del puzzle apareció a principios de este año, y de nuevo de la mano de James Hansen. Veinte años después de su crucial testimonio, Hansen ha publicado, junto con otros autores, un artículo titulado “Target Atmospheric CO2” que ha puesto, finalmente, una cifra sobre la mesa. Es más, lo ha puesto de la manera más categórica. «Si la humanidad desea preservar un planeta similar a aquél en el que la civilización se desarrolló y en el cual la vida sobre la Tierra se ha adaptado», afirma, «los indicios paleoclimáticos y el cambio climático que vivimos sugieren que la emisión de CO2 tendría que reducirse del actual cifra de 385 ppm [parte por millón] a, como mínimo, 350 ppm.» ¿Lo habéis pillado? Dejad que os lo explique por partes. Durante la mayor parte del tiempo de lo que llamamos civilización humana, la cantidad de dióxido de carbono en la atmósfera rondaba los 275 ppm. Llamemos a esa cifra la del Génesis, o, dependiendo de vuestra confesión, la cifra de Buda, Confucio o Shakespeare. Luego, a partir del siglo XVIII, empezamos a quemar combustibles fósiles en cantidades apreciables, y la cifra empezó a crecer. La primera vez que la medimos con precisión, a finales de la década de los cincuenta, ya rondaba los 315 ppm. Ahora ha llegado a los 385, y crece a razón de más de un 2ppm anualmente. Y resulta que eso es mucho. Nunca antes tuvimos una cifra, así que nunca antes supimos si habíamos cruzado o no el límite. Medio adivinábamos y medio esperábamos que la zona de riesgo podría estar en los 450 ó 550 ppm, aunque aquellas cifras aún estuviesen muy cerca nuestro en la distancia. En consecuencia, podríamos seguir con lo nuestro, haciendo propio el razonamiento del joven Agustín de Hipona: “Dios, hazme casto, pero no todavía.” Pero eso se acabó. La ciencia nos ha hecho saber que ya hemos cruzado esa línea. Ahora nos encontramos en el país de los cénits. Sabemos que ya hemos alcanzado algunos de ellos: el Ártico se está derritiendo, también el permafrost que guardaba las reservas de carbono. La lógica del artículo de Hansen es clara: por encima de los 350, estamos en riesgo constante de cruzar otros umbrales mucho más peligrosos, aquellos que gobiernan la predictibilidad de los monzones, la disponibilidad del agua de los glaciares alpinos, la cantidad de acidulante de los océanos y el que quizá sea el más espectacular de todos ellos: el nivel mismo de los océanos. Es como poco concebible que en vez de un lento crecimiento del nivel del océano veamos uno rápido, así como que veamos un derritimiendo rápido de Groenlandia y el Antártico oeste, donde se encuentra la mayor parte del agua congelada del mundo. No podemos descartar, como adiverte Hansen, que el nivel del océano crezca 20 pies [94 metros] este siglo. Probadlo en Google Earth y observad cómo las costas se ven reducidas a arrecifes. En otras palabras, no podemos descartar el desplome de la sociedad humana tal y como la conocemos. «Si la humanidad desea preservar un planeta similar a aquél en el que la civilización se desarrolló y en el cual la vida sobre la Tierra se ha adaptado...» Deberíamos incluir esa frase en el juramento de la toma de posesión de todos y cada uno de los políticos de la tercera parte del globo. ¿Qué significa esto exactamente? Si 350 resulta ser la cifra más importante del mundo, ¿qué implica? Básicamente quiere decir que tenemos que transformar la economía mundial mucho más rápido de lo que esperábamos. Casi todo el mundo sabe que esta transformación se está produciendo, y que al terminar este siglo no dependeremos de los combustibles fósiles, porque el petróleo se habrá terminado y porque los daños medioambientales serán graves. La pregunta es con qué rápidez ocurrirá. El tipo de cambio previsto antes del último año fue aún tímido: quizá el mundo desarrollado debería reducir sus emisiones de carbono a un 15 o un 20% para el 2020. Pero eso es muchísimo más de lo que la administración Bush y sus amigotes de la industria energética están dispuestos a aceptar, por supuesto. En la reunión annual de primavera de ExxonMobil, el CEO Rex Tillerson declaró que preveía un mundo en el que todavía se usaría combustible fósil para producir las dos terceras partes de su energía en el 2030. Un mundo en el que el cambio vendría tan lentamente que todo el mundo podría invertir los últimos peniques que les quedasen de sus operaciones fracasadas en plataformas petrolíferas y minas de carbón. Y un mundo en el que los políticos no tendrían la necesidad de subir el precio del carbón tan rápidamente, y en consecuencia, no tendrían la necesidad de molestar a los votantes. Pero el mundo de la cifra 350 tiene un aspecto muy diferente. No nos preocupa que quizá tengamos un problema de sobrepeso. Hemos ido al médico y el médico nos ha dicho: “Tu colesterol está por las nubes. Me pone los pelos de punta. Estás en zona de riesgo. Tienes que cambiar ya tu dieta, y cuando lo hayas hecho, rezar para que puedas volver a tu peso anterior, y eso antes de que te dé un infarto.” Cuando se llega a esa situación, uno se deshace del queso de la nevera y lo cambia por lonchas de pavo frío. En términos energéticos, la dieta equivaldría a esto: (1) No más plantas de carbón, porque aunque el mundo aún posee inmensas cantidades de carbón, el carbón es inmensamente sucio. Todo lo que te expliquen sobre el carbón limpio es, literalmente, humo. (2) Poner un límite a la cantidad de carbón que puede producir un país. Lo cual es, básicamente, un impuesto. Estados Unidos podría decir, como ya hace con el sulfuro de sus plantas de carbón, “vamos a emitir tanto carbono cada año”. La emisión de CO2 dejaría de salir gratis. De hecho, saldría muy cara. Para simplificar el proceso: el productor principal que extraiga, importe o venda combustible fósil tendrá que pagar la cuenta. ExxonMobil tendrá que pagarnos galantemente por permitirle liberar una cantidad X de carbono, cuyo coste pagarán los consumidores. Los consumidores usarán, en consecuencia, menos este tipo de energía, y los mercados tendrán que ponerse a trabajar en la manera de reducir la demanda de los combustibles fósiles y potenciar las energías renovables. (3) Un acuerdo internacional, que incluya a China y la India, para repetir la jugada en el resto del mundo. Estas son tres de las tareas más duras que hayamos podido imaginar desde que emprendimos una campaña contra Hitler, porque van directamente al corazón de nuestra economía: obtenemos la mayor parte de nuestra electricidad de combustibles fósiles, cualquier incremento del precio de la energía afecta a todo el cuerpo de nuestra economía, y, por último, China e India están sacando a sus pueblos de la pobreza sobre todo quemando carbón barato. Si eres una persona que utiliza un montón de combustible fósil, como por ejemplo un norteamericano, estas medidas son muy poco atractivas. Si, en cambio, eres una persona a quien le gustaría usar ni que fuera un poco de energía, como por ejemplo cualquier ciudadano de los países en desarrollo, estas medidas no pueden más que desesperarte. Y aún así son lo que la física y la química de esta situación nos dictan. Así pues, la cuestión que surge es: ¿cómo las llevamos a cabo? La lógica impuesta por los 350 es bastanta sencilla. Para evitar la rebelión de los estadounidenses, tenemos que tomar el dinero que carguemos a ExxonMobil por permitirle polucionar y devolvérselo a los contribuyentes, pues todo el mundo necesita recibir un cheque a final de mes para, básicamente, comprar nuestras voluntades. Para ayudarnos en el aumento del precio de los combustibles que inevitablemente ha de venir, ese aumento del precio que hará el trabajo de escurrir los combustibles fósiles de la economía, ExxonMobil debería de pagar y, cuando ExxonMobil pague lo suyo, pagar nosotros por el combustible -pero hacer que nos devuelvan parte del dinero. Tenemos que hacer un cambio tan rápido que nos saldrá por un ojo de la cara -pensad en el litro de gasolina a 10 dólares- y que nuestra democracia nunca aguantará lo suficiente si no es con ese cheque mensual. Pero no podemos quedarnos con todo ese dinero. Porque parte de él se necesita para completar el desarrollo en el resto del mundo, como construir molinos de viento para los indios de modo que no tengan que emplear el carbón barato que nosotros hemos estado usando durante 200 años para hacernos ricos. Esto es, que vamos a necesitar un Plan Marshall para el carbón: la misma mezcla de idealismo y autointerés que motivó el Plan Marshall tras la caída de Hitler. También necesitamos una seria inversión en infrastructura, tanto tecnológica como humana. Por ejemplo, conceptos como la energía solar concentrada -esos grandes espejos desplegados en el desierto- han tomado un verdadero impulso en los últimos 18 meses. El analista de energía de la anterior administración Clinton Joseph Romm ha calculado recientemente que estas instalaciones podrían proporcionar a los Estados Unidos toda su electricidad con una red de cerca de 92 metros cuadrados en el desierto del Sudoeste -pero solamente si fuese promocionado con préstamos garantizados para los empresarios que los construyesen, y también una nueva generación de líneas de transmisión transcontinentales. Mientras tanto, la demanda de los pequeños paneles solares que se instalan en los techos de las viviendas se dispara, pero hay una mayor escasez de instaladores preparados, lo que quiere decir que nuestras universidades requieren dinero para prepararlos. El precio de la energía no importa: los hogares no van a aislarse del mundo. Se trata del comienzo de la revolución de los empleos-verdes (véase "The Truth About Green Jobs.") Notaréis aquí que estoy hablando más de lo que deberíamos hacer en el Parlamento (y el Senado) estadounidense en uno o dos años que no sobre qué bombillas deberíais de instalar en vuestros hogares. La conservación hazlo-tú-mismo (DIY, por sus siglas inglesas) es excelente en un sentido práctico, pero no salvaremos al planeta de ese modo. Uno a uno, tratando de hacer lo correcto, sumamos a... vaya, no lo suficiente. No se puede hacer matemáticas de ese modo: hay demasiados enchufes y demasiados tubos de escape, y sobre todo demasiada inercia para como que las acciones voluntarias hagan que el truco surta efecto. No funcionó cuando el presidente Bush hizo voluntaria reducción de las emisiones para las corporaciones con su “política” para el calentamiento global, y tampoco funcionará lo suficientemente rápido con las iniciativas individuales. Lo que no significa que nuestras vidas no tengan que cambiar. Tienen que hacerlo, y lo harán, una vez hayamos tomado el paso político de hacer que el precio del carbón refleje el daño que éste hace al medioambiente. Ved lo que ocurrió el año pasado cuando el precio de la gasolina subió lo suficiente como para que le prestásemos atención. Empezamos a coger los trenes y los autobuses en cifras récord. El número total de kilómetros rodados por automóviles cayó en picado por primera vez en la historia desde que tenemos cifras, en 1942. Refunfuñamos, nos quejamos y empezamos a cambiar. General Motors decidió poner su fábrica Hummer en venta. Si hacemos que ese cheque mensual cubra parte del daño, ayudaremos a atenuar el muy real dilema de “o comida o calefacción” (heat-or-eat) en el que quedarán atrapadas muchas personas este invierno, pero el incentivo para cambiar seguirá ahí. Autobuses y bicicletas. Viviendas más pequeñas y fáciles de calentar. Paneles solares, comprados de acuerdo a un plan de instalación con préstamos que se cubrirán con la energía que se genere sobre nuestros tejados. Comida producida localmente (y más granjeros locales). Vacaciones en el vecindario, y se acabaron los vuelos baratos para un solo fin de semana. Cada una de estas tendencias está ahora mismo en estado embrionario, pero impelidas por el aumento de los precios de la energía que estamos viendo desde hace algún tiempo. La rápida contracción de las aerolíneas, el desplome del valor de las viviendas en los suburbios alejados de los centros urbanos, con las casas cerca de las estaciones de ferrocarril de enlace como alternativa mucho más atractiva. De nuevo la cuestión es el ritmo: que hará que sea lo suficientemente rápido, y que lo sea a lo largo de una amplia franja del planeta. Al Gore sentó ejemplo con su llamada para una conversión en 10 años a la electricidad no producida por el carbón. Está en el límite de lo posible, pero resulta que el límite de lo posible es donde necesitamos estar. Tendremos vehículos híbridos eléctricos a la venta en el 2010. La pregunta es, ¿tendremos otra cosa en venta para el 2020? Construimos más de la mitad de un sistema interestatal de autovías en una década. ¿Será la reconstrucción de nuestras redes ferroviarias a los niveles europeos tan difícil? ¿Subirá el precio de la energía lo suficientemente rápido para que los mercados busquen una alternativa funcional y baja en carbono? Y por funcional quiero decir que invierta el flujo de carbono que se emite a la atmósfera. Porque la física y la química no premian a las buenas intenciones. El metano no está en absoluto interesado en el compromiso. El permafrost, como es bien sabido, se niega a negociar. Incluso el poder absoluto que representaba el rey Canuto (1) podría domeñar las aguas crecientes. Estas fuerzas sólo prestarán atención si podemos rebajar la cifra por debajo de 350. Forzar este ritmo requerirá un nuevo tipo de política. Requiere forjar un consenso que ha de tener lugar bajo éste, el más duro de los cambios. El consenso debe ser amplio, debe ser rápido, y debe abarcar a toda la tierra. No por nada lo llaman calentamiento global. La lista de cosas en las cuales hemos conseguido un amplio y profundo consenso mundial se reduce por ahora a... la Coca-Cola. Y llevó millones y millones de dólares, amén de varias décadas, hacer que la gente bebiese agua azucarada. Las posibilidades contra un fuerte movimiento mundial sobre cualquier cosa más importante que ésta son bajas, con todas las barreras lingüísticas, religiosas y culturales. Y empezamos desde puestos de salida muy dispares: los norteamericanos usan 12 veces la energía de los africanos sub-saharianos. Con todo, tenemos en nuestro poder esta herramienta que nos ofrece la posibilidad, un instrumento que no estaba ahí hace muy pocos años. Internet -y las tecnologías adyacentes, como los teléfonos móviles y los mensajes SMS- conectan en este momento a la mayoría del mundo. Puedes viajar hasta el confín del mundo, y alguien de allí, en algún pueblo, tendrá un teléfono móvil. Y tenemos una cifra: 350. La cifra más importante del mundo. Si Internet tiene un objetivo global, éste podría ser el de tomar esta cifra y difundirla por todo el planeta, para que todo el mundo, incluso por poco que sepa sobre el cambio climático, entienda que representa seguridad, un baluarte contra que los monzones se vuelvan erráticos, el mar inunde sus campos y los mosquitos se extiendan hacia sus montañas. Formo parte de un grupo que se autodenomina 350.org. Nuestra meta es muy sencilla: intentar que la gente de todo el mundo difunda esa cifra. Hemos empezado a encontrar músicos, artistas, deportistas y videoartistas, la mayoría de ellos activistas, el tipo de gente que está trabajando para salvar niños o ríos, educar a las niñas o construir diques y presas, o cualquiera de las miles de extraordinarias cosas que no ocurrirán si permitimos que la estabilidad física más elemental del planeta se resquebraje. Tenemos que hacer mucho ruido, y tenemos que hacerlo rápido, en los escasos meses -ahora son 14- que nos quedan antes de que el mundo se reúna el próximo mes de diciembre en Copenhague para redactar un nuevo tratado climático. Porque una implicación clara del 350 es que el tratado es nuestra última oportunidad real para hacerlo bien. Si no lo hacemos, entonces todos habremos de enfrentarnos a las consecuencias. Cuando los océanos empiecen a crecer, el único proyecto viable ya sólo será la construcción de diques. No está claro que ni siendo muchos los ciudadanos del mundo que se hagan oír serán los suficientes para vencer a la inercia y los viejos intereses. Si 350 aparece como la cifra clave para el éxito o el fracaso, entonces las posibilidades de que la comunidad internacional tome acciones al respecto crecen, por pocas que sean esas posibilidades. Sobre estos raíles hemos de hacer que discurra el debate. Ser humano en el 2008 significa ponerse en pie por la defensa del planeta que hemos conocido y en el que ha surgido nuestra civilización. NOTA: (1) El rey Canuto II de Dinamarca, apodado “el Grande”, conquistó en el primer tercio del siglo XI Inglaterra, Noruega y parte de la actual Suecia, controlando en la práctica todo el Mar del Norte. |