Los políticos sostienen que pueden resolver los problemas sobre el medio ambiente, pero parten de una premisa errónea, no consideran a la naturaleza como un escenario más donde se desarrolla la vida.
Adrià Pérez Martí
17 de abril de 2008
En el análisis dominante sobre los problemas del medio ambiente hay un error de fondo que no deja enfocar adecuadamente las posibles soluciones. Parte del la premisa errónea de que la política puede resolver los problemas que el mercado o los individuos no son capaces de solventar. Como en muchos otros debates, la política debe prevalecer sobre la economía.
Según esta idea, son los individuos de la casta superior, los funcionarios y políticos, los que determinan qué se considera un problema medioambiental. A partir de entonces, la sucesión en cadena del dominó intervencionista empieza a sobrevenirse y un nuevo mercadeo de presiones y favores políticos nace ex nihilo.
Pero, para ello, es fundamental crear el problema y trasladarlo de manos privadas siempre más hábiles (según el teorema sobre la imposibilidad del socialismo) a manos burocratizantes. Condición sine qua non es la deshumanización del medio ambiente. En lugar de considerar las relaciones y problemas del ser humano con otros seres humanos en la naturaleza como un escenario más del juego de la vida, se diviniza a la naturaleza como un ente independiente y superior. No obstante, el problema medioambiental es un problema de planes de acción individuales contrarios entre sí, y no un problema que nada tiene que ver con las personas que interactúan en la naturaleza.
Esto tiene un corolario teórico al respecto que, casualmente, está sustentado en las teorías neoclásicas de los profesores Pigou y Coase. Sobre estas ideas, la solución otorgada por los políticos y economistas intervencionistas se sostiene en la maximización del bienestar general. Considerando los recursos dados y la imaginación congelada, la asignación de los bienes debe ser tal que el beneficio marginal individual no debe sobrepasar el costo marginal social. Es decir, no importa quién sea el propietario que soporta ese costo –puesto que es un costo de y para la sociedad–, sino que existe un problema con variables independiente de los auténticos protagonistas. Esto permite que en lugar de hacer hincapié en quien sufre una consecuencia indeseada en su propiedad, tal como podría ser el aire contaminado o residuos tóxicos, el verdadero protagonista (el individuo) ve anulada su importancia en pos de maximizar el bienestar del grupo (algo indefinido).
Así, se relativiza hasta tal punto el concepto de costo, que éste ya no tiene que ver nada con la propiedad y, por tanto, con la valoración de las personas, sino que se difumina deshumanizándolo y quitándole subjetividad. Y sin subjetividad, no hay un concepto real de costo, sino un concepto político-ingenieril.
Si una empresa vierte residuos tóxicos en la parte alta de un río, que perjudica a otra empresa situada más abajo de éste, la solución a este conflicto no pasa por permitir contaminar si se compensa al perjudicado con una cantidad fijada por la ley o los tribunales, ni tampoco en penalizar al que echa residuos con multas o impuestos, sino en permitir que el propietario del río paralice por completo la acción del emisor de residuos o en imponerle lo que él considere justa compensación: sin propietarios no hay ni siquiera contaminación, puesto que no se atacan los planes legítimos de nadie.
Solo permitiendo el surgimiento y desarrollo de los derechos de propiedad (libertad) se podrán fijar precios de mercado reales para la contaminación y eliminar o compensar el daño que generan a los auténticos afectados (los propietarios), de modo que se resuelvan los problemas medioambientales adecuadamente entendidos.
Fuente: Instituto Juan de Mariana
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