El Salto: un calvario de peste y enfermedad
Las autoridades dicen que la solución ya está en marcha, pero los vecinos del río Santiago siguen sufriendo su peligrosa suciedad.
El camino entre El Salto y Guadalajara es largo y lento a veces. En algunos sitios, los días se repiten: el lunes da lo mismo que el domingo, o el miércoles de invierno, o de verano, pues la gente que vive en La Azucena o en Jardines del Castillo no puede distinguir uno de otro debido a los mosquitos y a la peste diario, gracias al canal de El Ahogado o al río Santiago, que los gobiernos no han empezado a limpiar.
Judith Vique Luna ha vivido en Jardines del Castillo durante dos años y asegura que ese lugar revivió una enfermedad que la acosó: el cáncer. Hace seis años se lo detectaron y se le practicó una mastectomía que cubrió su seguro. Desde entonces, años de recuperación hicieron germinar en ella el anhelo de que reconstruyeran su seno derecho. Ya se creía del otro lado cuando descubrió el regreso de la enfermedad, ahora más férrea, pues le brotó en los huesos. Acaso células malignas fueron fecundadas por lo que se esconde en el agua, porque en estos años Judith mantuvo su enfermedad controlada.
Ella vive a menos de 50 metros del canal de El Ahogado, que bien puede considerarse el río Aqueronte, pues sus aguas dan abrigo a los metales pesados de las industrias apostadas en sus orillas, mortíferos para los humanos. Las autoridades juran y perjuran que esta hipótesis no tiene fundamento, pero para nadie es descabellado suponer que algunas sustancias se hayan filtrado hasta los mantos freáticos de donde los habitantes obtienen su agua: se bañan, lavan y cuecen sus alimentos en los líquidos de sus pozos.
“Los niños se levantan a medianoche y quieren vomitar”, comentó Judith, quien aseguró que han llegado a llorar por la sensación y los dolores de cabeza que aquellos fétidos olores les provocan, como a huevo podrido: el que despide el ácido sulfúrico.
Como parte de un patrón, algunas de sus vecinas padecen de insuficiencia renal; a los niños les brotan manchas (como a su hijo, a quien también le salieron ronchas aquella vez que jugó en su alberca inflable); su marido constantemente sufre de picazón en los ojos, pero no se va la comezón, a pesar de que cada mañana se los lava... Pero las autoridades sanitarias aseguran que el cáncer y las demás enfermedades comunes por esos lares no se salen de la media nacional. Nada que temer.
Ella y su familia llegaron a ciegas (como otras almas ingenuas) a aquel fraccionamiento, sin saber lo cerca que estaban de esa cloaca industrial, ya que el fraccionador escondió el canal tras una loma artificial.
Llegaron ahí por la cercanía al trabajo de su marido, pero lo despidieron hace unos meses. Sin dinero y sin seguro, Judith no pudo costear el tratamiento de más de cinco mil pesos de quimioterapia, por lo que acudió al Seguro Popular, donde le solicitaron unos estudios: “Mil seiscientos pesos me pidieron”. No los tenía. Fue a solicitar el apoyo de su alcalde Joel González. Se lo negó.
Su marido ahora vende nieve raspada y su ingreso semanal es de 700 pesos. No saben qué harán cuando el seguro del Infonavit se agote y tengan que pagar de nuevo los 1,600 pesos de la mensualidad de la casa, pues aún les restan 18 años de pagos.
A estas alturas, los huesos le duelen. Ella tiene que ir cada mes a la ciudad, al Hospital Civil, para surtir su medicamento, pero no soporta los latigazos de las unidades de transporte: “Ya ves cómo van los camiones, no saben si llevan enfermos o no”.
Acaso el sacrificio de estas personas sirva para la purificación de las aguas.
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