2.5.09

Abstenerse

Huizapol

Myriam Vidriales

La basura electoral comienza a llenar la ciudad. Comienzan a darse las noticias de cómo los partidos están buscando todas las vueltas de tuerca posibles para que el dinero que les niega la ley de todas formas pare en manos de sus operadores de campaña, y un ejército de etiquetadores de todos los partidos que querrán poner pegatinas de los suspirantes al poder sobre nuestros autores se prepara a sumarse a los viene vienes y limpiacoches de las esquinas. Son los avisos: las elecciones ya están aquí, una vez más, listas para tomarnos el pelo.

Con las elecciones a la vuelta de la esquina el tema de votar o no votar se calienta cada vez más y comienza a calar en la opinión pública la optimista idea de que es posible enviar un mensaje a los políticos. ¿Cómo? Con el voto nulo. En teoría es lindo: dar un mensaje, ser miles (cien mil al menos se requieren) para que se enteren de que no nos gusta cómo hacen su trabajo, de que no estamos de acuerdo, de que les pediremos cuentas.

¿Es real pensar que este mensaje del voto nulo será importante para los políticos? No lo es. Los ejemplos de la sordera del poder son miles. Están en nuestra cara todos los días, desde las banquetas rotas hasta la complejidad y sinsentido de cualquier trámite. ¿Quién le cree a los partidos? ¿Quién le cree a los políticos? ¿Quién tiene esperanza en que esto, que está podrido por dentro, se pueda arreglar?

Si confiamos en la fuerza que toma el movimiento del voto nulo, podríamos pensar que los que confían en poder dar una vuelta a las cosas son muchos. Pero es perfecto y está hecho para que el que disiente no cuente (hace verso, como spot del gobierno).

El papel del ciudadano en la imperfecta democracia que nos han vendido desde los tiempos inmemoriales del ingeniero Cárdenas es sólo uno: servir de comparsa al poder. Sirve únicamente para validar un sistema que sólo beneficia a unos cuantos y que sirve como una pantalla para el mal que corroe nuestro país: la impunidad del poder. Cambiar la historia. Creer que dentro de nosotros, de cada individuo, está el poder para cambiar la podredumbre, para hacer la diferencia. Creer en uno mismo y en los otros. Todas son ideas. Todas son posibles. Sacrificarlas una vez más en aras de un espejismo legal que sólo sirve para darnos atole con el dedo y hacernos creer que la ciudadanía la valida únicamente el IFE es un desperdicio. Hemos respaldado al poder impune demasiado tiempo. Hay que abstenerse de participar en este juego perverso. Pero sobre todo, hay que atreverse a mirar a otro lado, a aprender de otras experiencias y arriesgarse para rescatar la palabra ciudadanía de las garras de los que la tienen secuestrada en nombre de una democracia niñata y falsa.

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