16.8.08

DICEN QUE AHORA SI SABEMOS QUE SIEMPRE NO

La democracia y su juego electoral ya no son motivo de esperanza. Hace unos años, en 1995, en 2000, nos asíamos a un símbolo para apuntalar nuestro deseo de que cesara la corrupción, que mejoraran los servicios que provee el Estado, que el respeto a la ley fuera generalizado, que el ejercicio de gobernar fuera abierto, en consenso con los ciudadanos, etcétera, el símbolo era que el PRI perdiera la gubernatura, la presidencia de la república. Las elecciones fueron un contento de participación, de civismo… la esperanza se diluyó pronto, el símbolo era un espejismo.
En febrero pasado el niño Miguel Ángel López Rocha murió luego de caer al río Santiago, la contaminación de las aguas lo mató. La indignación cubrió a la población, salvo abyectas excepciones. Por aquí y por allá se dijo que la muerte de Miguel Ángel debería ser propiciatoria para que las autoridades pusieran remedio a las alteraciones nocivas que tienen años cebándose en el Santiago y enfermando a las poblaciones aledañas, también para identificar a quienes lo contaminan; la sociedad civil se aprestó a intervenir, los medios de comunicación fueron voceros del enojo, del ya basta.
Con timidez, tratando de desestimar el suceso, el gobierno ofreció hacer algo, pero más apurado por la presión de la opinión pública, que por convicción, jamás mencionó que lo que lo movería a actuar sería la búsqueda de la justicia o la aplicación de las políticas públicas que debieran ser el corazón de su labor.
Muy pronto, algún otro acontecimiento mereció nuestra indignación, otra, nuestro enojo, otro, los medios encontraron materia nueva para sus titulares y lo que fue una oportunidad para torcer décadas de desidia y estulticia, quedó como anécdota. En el río Santiago, en El Salto, en Juanacatlán, nada parece haber cambiado. La muerte de Miguel quedó como una herida más, para recordarnos que lo nuestro es acostumbrarnos a las heridas.
Ahora el asesinato de otro niño, Fernando Martí, del Distrito Federal, tiene al país conmocionado. Las estructuras de seguridad pública se cimbraron ante el horror que representan el secuestro y el asesinato de un joven de catorce años. La inseguridad tocó fondo, al menos eso parece si nos atenemos a las decenas de declaraciones de otros tantos líderes de opinión, políticos, empresarios y gente del común en las pláticas cotidianas. Acabamos de atracar en el último puerto del vivir inseguros: la mayoría cree que no hay nadie a quien recurrir; sabemos que antes de salir a la calle, como quien toma el paraguas, debemos asumir que allá afuera nadie hará algo por nosotros, la violencia tiene el mando. El Estado está fracturado, cada quien debe velar por sí mismo, cuando mucho por su familia.
Como en el caso de Miguel Ángel en El Salto, el de Fernando de la ciudad de México ha generado las peores reacciones de los gobernantes, que de pronto declaran como ciudadanos, en el mejor de los casos, y en el peor como si no tuvieran idea de qué hacer. Sigue una marcha, declaraciones de los actores ciudadanos que un día sí y otro también se apropian de la ira generalizada, se entrevistan con los poderosos, aparecen en la televisión y al final no representan a nadie, a nada, son elementos centrales del gatopardismo: que todo cambie para que todo siga igual.
Sí, como dice un amigo, hemos fallado todos. Las autoridades, está más que documentado; los medios de comunicación, que no pueden sostener una agenda de interés común; los ciudadanos, que le hemos hecho el juego a ambos: a los gobiernos, al no exigirles constantemente, a los medios que consumimos acríticamente; y muchos integrantes del poder económico que han jugado, lo acabamos de ver en Jalisco, el papel de cómplices, al aceptar dádivas del gobierno, con lo que sacrifican calidad moral y, claro, capacidad de interlocución.
Es fácil decir que los ciudadanos debemos exigir, pero cómo. Los mecanismos no están a la mano; las antiguas formas — tomar la calle, los plantones, las huelgas— yacen en el descrédito; los partidos y los vivales copan inmediatamente cualquier forma de descontento y la desprestigian. La inercia puede romperse desde los medios de comunicación, tal vez desde algunas universidades, desde ciertos movimientos sociales. La condición es que la indignación no cese, por Miguel Ángel, por Fernando, por el estado lamentable que guarda la Administración pública en México.

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