Tres argumentos de fondo se contraponen a los llamados o las posturas orientadas a la abstención y el voto nulo en las próximas elecciones legislativas del 5 de julio.
En primer lugar, se evidencia la distinción entre una y otro, en abstención activa y pasiva. Efectivamente la simple abstención confunde la indignación política con la apatía y despolitización, mientras que el voto nulo expresa una conciencia cívica, una voluntad de participación.
En segundo lugar, se argumenta que la campaña por el voto nulo está siendo, en esta ocasión, promovida también por sectores de la sociedad civil de corte liberal- conservador, bajo el manto de un discurso ciudadano, posiblemente ocultando un rechazo no sólo a los partidos sino a la política de masas, en particular al lopezobradorismo. Por lo tanto, las posturas de izquierda –moderada o radical- que opten por este camino se confundirán y serán aprovechadas por estos sectores, bien posicionados a nivel mediático y cercanos a intereses fácticos y políticos conservadores o reaccionarios.
En tercer lugar, se sostiene que hay que impedir o limitar la avanzada electoral de las derechas mexicanas –PRI y PAN- y defender el lugar de los partidos progresistas tanto en la oposición como, en particular, en el gobierno, desde donde impulsaron políticas sociales redistributivas o libertarias (el derecho al aborto en el DF).
El primer punto es teóricamente indiscutible pero concretamente ineficaz. El potencial despliegue de una campaña de masificación del voto nulo es muy limitado en el México de hoy, tanto por los acotados niveles de movilización (y considerando además que la dirigencia del movimiento popular más numeroso está llamando a votar) como porque la ausencia de politización en torno a una campaña electoral francamente de bajo perfil. Por otra parte, en este contexto, la suma entre abstención y voto nulo, sin caer en la ilusión de un volcán subterráneo de indignación e insubordinación, puede visibilizar la ilegitimidad del sistema político, incapaz de representar y de motivar la participación de la gran mayoría de los mexicanos. Sobre la evidencia de la ilegitimidad y el vaciamiento democrático de las instituciones, se puede montar un movimiento y un proceso de refundación, una irrupción destituyente que abra a escenarios constituyentes.
El segundo argumento presenta un dato cierto pero resulta paralizante. Siempre en la historia se producen convergencias espurias posturas antisistémicas de distinto color y orientación. En el terreno socio-económico el anticapitalismo socialista encontró fracciones de anticapitalismo religioso o fascista. En el terreno político, la crítica a los sistemas políticos liberaldemocráticos se topa constantemente con oposiciones reaccionarias, ultraliberales, reaccionarias o fascistas. Al mismo tiempo, en muchas ocasiones esta oposición abigarrada contribuyó a la crisis de las instituciones al servicio de las clases dominantes, abriendo oportunidades de transformación que, si bien no siempre tuvieron un desenlace progresista, pudieron ser aprovechadas por movimientos revolucionarios. De hecho, en el origen de toda revolución triunfante, encontramos extrañas y atípicas convergencias que, sin convertirse en monstruosas alianzas, contribuyeron a desatar crisis políticas. Aún cuando, el México de hoy parece lejos de éste tipo de escenario, la ruptura política representada por la abstención y el voto nulo no puede ser desacreditada sólo porque no todos los que la promueven o la practicarán están del mismo lado y tienen la misma visión del mudno. En el fondo, este argumento se encierra en la misma lógica del no voto: es un razonamiento que sostiene el no “no voto”, una doble negación en oposición a unos sectores disidentes del bloque dominante.
El tercer argumento es válido pero cortoplacista. Si bien es cierto que hay que distinguir, aún sin perder de vista las similitudes, entre las propuestas, los perfiles y las actuaciones de los partidos políticos, al mismo tiempo no se justifica el chantaje catastrofista. El alcance de la renovación de los órganos legislativos, en el contexto del presidencialismo mexicano, no permite pensar que se operen grandes cambios en las políticas públicas ni en un sentido ni en otro como tampoco se justifica una actitud defensivista cuando las políticas progresistas en México son granos de arena en el desierto, cualitativamente importantes pero cuantitativamente muy escasas. Además, en el lapso de año y medio, desde inicio de 2011, se impondrá la competencia en vista de las elecciones de 2012, no se sostendrán alianzas de fondo en PRI y PAN, ni los partidos tendrán la legitimidad ni el valor de proponer reformas significativas.
En conclusión, los argumentos esgrimidos en contra de la anulación del voto y la abstención son válidos pero no contundentes. Paradójicamente el debate que se abrió, politizó una campaña electoral vacía de contenidos y propició una mayor participación que la que suscitaban las propuestas y la credibilidad de los partidos. Resulta ahora que, más que la diferencia porcentual entre un partido y otro, los datos significativos serán la afluencia y la cantidad de votos nulos. Esta circunstancia abre una posibilidad que la simple rutina electoral, tal y como se había configurado, no permitía. Las elecciones legislativas de julio puede marcar una ruptura en la historia de la democracia mexicana: la crisis del electoralismo, la deslegitimación de una determinada clase política. Desde las cenizas del sistema de la alternancia puede empezar a surgir una alternativa fincada en un renovado protagonismo popular.
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