Sin ser una opción deseable y generalizable a todo tiempo y espacio, la abstención y el voto nulo pueden ser una manifestación política contundente, una señal de reapropiación de la política frente a unas elecciones de ordinaria administración y simple reciclaje institucional como las que se avecinan en México.
Aun sin ofrecer alternativa, el gesto político de la abstención o del voto nulo expresa una oposición, un rechazo o una crítica, al negar o cuestionar la legitimidad de un sistema político en su contenido y/o su forma. En toda elección, la cifra de participación a los comicios es un dato que puede ser visto como un referéndum de aprobación o desaprobación del sistema de partidos. Es notable, en el México de hoy, el repudio hacia una clase política tripartita, al interior de la cual las diferencias aparecen mínimas frente a la abundancia de las similitudes. Pero una mirada minimalista que resalta las especificidades de cada partido y reconoce el “menos peor”, implica un cálculo y una lucidez que no corresponden al sentido común de gran parte de la población, cuyos cálculos se consumen en la búsqueda de estrategias de sobrevivencia en medio del despojo y del abuso, entre la espada de la explotación privada y la pared del patrimonialismo y el clientelismo público.
La oferta partidaria para las elecciones de 2009 no parece cubrir el espectro de las opiniones políticas de los mexicanos. Seguramente no alcanza a representar el malestar de los excluidos, de los desposeídos, aunque pueda activar falsas ilusiones o apelar al intercambio mercantil clientelar pescando en las peores expresiones de la cultura política mexicana y contribuyendo a reproducirlas. Allá donde el malestar se transforma en enojo, las elecciones aparecen como farsa, después de haber sido tragedia, como ejercicio autoreferente de sectores de la clase política que, cíclicamente, requieren abrevar de la delegación y efectuar un rito de ungimiento. En efecto, en el repudio hacia una forma específica de la política –este sistema de partidos- es evidente en México el desgaste del electoralismo que apareció paulatina y crudamente detrás de la promesa democrática. En su camino a la normalidad de la democracia procedimental, México ingresó directamente a la prolongada crisis de las democracias occidentales. La institucionalización de la política en un país surcado por clivajes clasistas y racistas necesariamente opera una mutilación, simula una representación para ocultar la obscenidad.
Es indiscutible que un rechazo al sistema de partidos bien podría y debería expresarse en la formación de un nuevo partido que expresara otra idea de la política y otro proyecto de país o en la simple organización y movilización como ejercicio práctico de antagonismo y autonomía. Todo esto no sólo es posible sino que está ocurriendo en el México de hoy. Otros partidos -electorales o no- están gestándose, múltiples formas de politicidad surgen de la organización y la movilización popular que, con mayor o menor éxito y trascendencia, afloran a lo largo y ancho del país.
La política antagonista no se agota en el ejercicio electoral, a veces lo prescinde, a menudo lo padece, pero siempre puede aprovecharlo.
¿Porqué no mandar oportunamente un mensaje claro de repudio a este sistema y sus protagonistas mediante el voto nulo y la abstención? La alternativa de un voto “tapándose la nariz” no garantiza una oposición parlamentaria eficaz y es un cheque en blanco para la perpetuación de aparatos políticos que, en el mejor de los casos, requieren una refundación. Una refundación que lamentablemente pasa por su superación y no por su conservación. El voto útil por los partidos de la extinta Coalición para el Bien de Todos es inútil para propósitos de transformación. Es un voto conservador, un voto defensivo anclado en una actitud subalterna que ubica en el marco de la reglas de dominación existente los márgenes de maniobras y los espacios de resistencia y renegociación.
No sólo la abstención y el voto nulo son posturas políticas legítimas sino que también en la coyuntura actual pueden, en gran escala, marcar una ruptura, aunque fuera simbólica, respecto de una partidocracia al interior de la cual han degenerado hasta las formaciones políticas de origen y vocación popular.
¿Pensamos seriamente que si no vota el 70 u 80% del padrón electoral, los electos con 10% del total de electores serán legítimos representantes populares? ¿No será una oportunidad para cuestionar el sistema y mostrar sin tapujos su ilegitimidad? ¿No será que la legitimidad es un arma indispensable cuando la legalidad es un instrumento de reproducción del poder de quienes la elaboran? Si de castigar electoralmente al PAN y al PRI se trata, ¿no será más eficaz y significativo un repudio mayoritario que un par de puntos porcentuales “regalados” a otros partidos?
Las elecciones pueden ser una oportunidad para evidenciar la falta de representatividad de un sistema político cuya gangrena puede resultar larga y dolorosa. Dicen los cínicos que los pueblos tienen los dirigentes que se merecen. Agregaría, siempre y cuando los elijan…
Desde el rechazo, que no en el silencio, es prioritario no cultivar ilusiones sobre la reforma de lo irreformable y construir nuevos instrumentos políticos a la altura de las urgencias y las necesidades de la mayoría de los mexicanos.
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