El pasado 30 de abril, me preguntabas: «pá, ¿tú por qué vas a marchar el 8 de mayo?» La respuesta fue, en principio, bastante simple: «por la paz, mi amor; una paz con justicia y dignidad; por la esperanza… pero, sobre todo, por ti.» Tú, mi pequeño, a quien de “pequeño” ya sólo te queda el mote, sonreíste acercando las comisuras de tus labios a las esquinas del brillo de tus ojos y seguiste jugando. Yo me quedé pensando, sin embargo, en una respuesta más compleja.
Sin saber exactamente el porqué, mi mente viajó a la tarde del 1 de diciembre de 2006, cuando Felipe Calderón rindió protesta como presidente de México rodeado por militares del Estado Mayor Presidencial en una ceremonia que duró apenas, a penas, cinco minutos. Unos días más tarde, presentó una propuesta para que el Congreso recortara millones de pesos a educación y cultura en el siguiente año fiscal y aumentara recursos a las fuerzas armadas y, si no mal recuerdo, no pasaría ni un mes para que en su calidad de comandante supremo de las mismas ordenara lo que sería su primer golpe al avispero del crimen organizado en México, precisamente en su estado natal.
Han pasado poco más de cuatro años desde entonces. Los botones de muestra de lo que significa su “estrategia” contra el crimen organizado están a la orden del día en la prensa nacional y extranjera ocupando los titulares de la nota roja; su “valor” y su “visión” para enfrentar un mal endémico como el narcotráfico se hacen de manifiesto, por un lado, en la militarización en que tiene sumido al país y, por el otro, en el sitial que ocupa Joaquín El Chapo Guzmán en la lista Forbes, y sus socios y cómplices en el poder, ora republicano, ora fáctico, con quienes ha pactado reducir a la nación en pedazos no han parado de sacar tajada política de sus “errores”; en especial el PRI (la organización criminal más grande del país), que aguarda como zopilote a que caiga de La Silla del Águila.
Pienso en Torreón, una de mis primeras ciudades adoptivas, y en lo que la han convertido el crimen organizado y los cálculos de quienes desde la clase política y empresarial se han asociado con éste. Pienso en Cuernavaca, otra de mis ciudades adoptivas, y en cuando por ser un lugar donde vivían las familias de algunos de los capos del narcotráfico era todavía la ciudad de la eterna primavera y no la de la eterna balacera que es ahora. Pienso en Mérida, la más reciente de mis ciudades adoptivas, y la miro como alguna vez miré a Cuernavaca y a Torreón, y pregunto: ¿la tortura hasta la muerte del hijo de quién, el secuestro impune del papá de quién, la violación sexual a la compañera de quién, la prostitución forzada de la hija de quién debemos esperar para entender que urge detener la galopante estupidez que nos desgobierna?
El próximo 8 de mayo, a eso de las 5 de la tarde, yo también saldré a las calles para vestir mi palabra de silencio ante la sordera de aquellas y aquellos políticos y empresarios, legales e ilegales, criminales todos, a los que les vale madres que estemos hasta la madre; pero, sobre todo, de cara a la indolencia y la estulticia de quienes seguirán con los brazos cruzados hasta que la muerte toque a la puerta de sus casas. Así, pues, sumaré mis pasos a los de la gente buena y honesta que marchará por la paz y contra la impunidad en la oficialmente bautizada “Ciudad de la Paz”; la también llamada “Ciudad Blanca”: Mérida, Yucatán.
Iré al “remate” del Paseo Montejo, a un costado del monumento que las señoras y los señores del poder y del dinero erigieron a los genocidas cuyo apellido da nombre a la avenida para recordarnos que el crimen y la impunidad tienen raíces históricas en estas tierras, y, junto a mis pasos, ofreceré mis manos, mi corazón y mi pensamiento para honrar la memoria de las miles de personas que esta guerra nos ha arrebatado desde Tijuana a Tapachula, para caminar en la distancia con sus amigos y familiares, para exigir que se detenga la cuota de sangre que estamos pagando entorno al comercio de una mercancía que sigue perversamente prohibida, para ganarle la calle y demás espacios públicos a la abulia, la indiferencia que también es violencia… para que tú, hijo, puedas crecer en una ciudad que pueda llamarse de la paz porque lo hará con dignidad y no con la hipocresía de quien cierra los ojos para, como dijera Benedetti, no ver las uñas sucias de la miseria.
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