Fraude
Eduardo González Velázquez.-Fraude, según el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua se define como: “La acción contraria a la verdad y a la rectitud, que perjudica a la persona contra quien se comete. Acto tendente a eludir una disposición legal en perjuicio del Estado o de terceros. Delito que comete el encargado de vigilar la ejecución de contratos públicos, o de algunos privados, confabulándose con la representación de los intereses opuestos”. La definición de la RAE se expresa sin matices, jamás dice “el fraude será chico o grande” dependiendo del daño que se genere, dependiendo de las pruebas que se presenten. Luego entonces, a partir de la definición y a la luz de las evidencias vividas en la jornada electoral del 1 de julio en México, no existen motivos para negar la conformación del fraude electoral. Así sin más, sin adjetivos, sin dimensiones, sin matices, sin grados, sin tonalidades, sin naturaleza, sin cualidades. Simplemente se cometió “fraude”. No podemos hablar de un fraude pequeño o de uno grande, simplemente hablamos de fraude. En una elección se comete o no se comete fraude. Se incurre en delitos o se evitan. Quienes no aceptan mirar lo evidente lo hacen por intereses personales, partidistas o por ignorancia. Las pruebas son claras y no necesitamos de hartas evidencias; una sola que exista es suficiente para afirmar que la elección no fue limpia, que se cometió fraude. Resulta más fácil demostrar las irregularidades por reducidas que sean que demostrar su inexistencia.
La elección del 1 de julio fue fraudulenta desde varios escenarios, a saber: por el excesivo gasto en las campañas que desbordaron cualquier límite imaginable y permisible; por la compra, la coacción o el compromiso de votos sin importar la cantidad de ellos porque el asunto es cualitativo no cuantitativo; por la existencia de “trampas” en el proceso electoral, durante la jornada y en su calificación; por la ofensiva manipulación mediática; por el manejo faccioso de las encuestas utilizadas como medio publicitario para influir en la percepción del electorado sobre el candidato priísta “indestructible”; por el hallazgo de papelería electoral en manos de operadores priístas; por la existencia de las tarjetas de Monex y de Soriana para pagar los favores electorales de la población; por las ofensivas erogaciones ilegales de gobiernos estatales priístas; por la distribución de tarjetas telefónicas prepagadas para “agradecer” la preferencia electoral; por las supuestas boletas encontradas por la FBI en Texas, pero también las encontradas en Oaxaca y en Guerrero; por la operación de los gobernadores priístas desde sus despachos estatales para llenar las urnas con votos tricolores; por la presencia de la maestra Elba Esther Gordill, jugando en dos frentes, el PRI y el Panal, en ese orden; porque existieron casillas con más votos de los que admitía el padrón; porque indígenas, campesinos y obreros fueron acarreados en taxis y camiones para votar.
La historia de consuelo que se cuentan los “analistas”, “opinólogos” y jilgueros de los poderes fácticos para negar (así de tajantes son) la existencia del fraude es el cuento que apuntala a una república fraudulenta no sólo en el momento de elegir a sus autoridades, sino en todo su desarrollo social. Por eso no resulta extraño escuchar a la secretaria general del PAN, Cecilia Romero, decir que el día de la elección sólo hubo “comprillas” de votos, nada de qué asustarnos. El cinismo en toda su expresión. El miedo constante por no denunciar, por no nombrar a las cosas como son.
Todo lo vivido antes, durante y después de la jornada electoral, arroja elementos suficientes para justificar la nulidad de la elección presidencial por incumplir con los principios constitucionales de autenticidad y libertad. No se trata de darle el triunfo a Andrés Manuel López Obrador, de lo que estamos hablando es del futuro de la república. Como sociedad debemos tener la capacidad de elegir con transparencia y libertad a nuestros gobernantes, caso contrario estaremos condenando nuestro propio futuro al rincón de la historia, y sentaríamos un precedente de impunidad para las futuras elecciones. Sin más estaríamos construyendo un futuro fraudulento.
Por vía de mientras y en espera de la decisión final de las “autoridades” electorales, todos debemos impugnar las elecciones. No hacerlo es aceptar el fraude existente. Es apuntalar la simulación de vivir en una “democracia”. Es truncar la transición hacia un México incluyente, tolerante, equitativo y democrático. Si la imposición se mantiene, Enrique Peña Nieto será un presidente entre comillas, legal pero no legítimo.
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