Consumir menos, vivir mejor
“Toda la humanidad comulga en la misma creencia. Los ricos la
celebran, los pobres aspiran a ella. Un solo dios, el Progreso; un solo
dogma, la economía; un solo edén, la opulencia; un solo rito, el
consumo; una sola plegaria: Nuestro crecimiento que estás en los
cielos…”, Jean- Paul Besset.
A bordo de un avión imaginario viajan los presidentes de un país
occidental y otro asiático. Por desgracia, nuestro avión se estrella,
los dos presidentes mueren y ambos suben, no sabemos por qué medios,
hasta las puertas del cielo. Allí les espera San Pedro, formulario en
mano. El primero en pasar es el europeo, a quien el santo guardián
pregunta: “¿Qué tal lo hizo usted como presidente?” “Pues muy bien”,
responde el alto cargo. “Durante mi mandato la economía creció
sustancialmente, las industrias produjeron muchos bienes y las familias
ganaron más dinero”. Entonces le llega al mandatario asiático el turno
de responder a la misma pregunta. “En mi país buscamos un equilibrio
entre el trabajo y las relaciones sociales, dice. No tenemos grandes
medios de transporte, ni cadenas de comida rápida, ni centros
comerciales, así que la gente va a pie, come lo que cultiva y arregla la
ropa vieja”. Dejaremos al criterio del lector si San Pedro abre o no las puertas a los presidentes para centrarnos en sus respuestas.
La contestación del gobernante occidental hace referencia al Producto Interior Bruto (PIB) como método para medir la riqueza de un país. Según explica Carlos Taibo, profesor de Ciencias Políticas de la Universidad Autónoma de Madrid, en su libro El decrecimiento explicado con sencillez (Editorial Catarata, 2011). El PIB, como todo indicador económico, “contabiliza como crecimiento, y como bienestar, todo aquello que supone producción y gasto”. Por tanto, se contabilizan también como riqueza actividades que dañan a la naturaleza, como la construcción de carreteras o concentraciones urbanísticas. También los fármacos –incluso los que curan las enfermedades propias de una sociedad estresada–, la tala de árboles o el gasto militar se incluyen como capital generado por un país. Según Jaime Sobrino, economista y consultor de ENET Consulting: “El PIB es un indicador algo pobre si no va acompañado de otros”, como la tasa de paro, por ejemplo, mientras que para el ilustre economista norteamericano John Kenneth Galbraith, fallecido en 2006: “El nivel, la composición y la extrema importancia del PIB están en el origen de una de las formas de mentira social más extendidas”.
Otra temperatura
Como el agudo lector se habrá dado cuenta, no hemos hecho mención al presidente asiático de nuestra alegoría inicial. Pues bien, ese gobernante imaginario bien podría tratarse de Jigme Thinley, primer ministro de Bután, país que, según algunos de manera anecdótica, desde hace 40 años se haya en la llamada Felicidad Interior Bruta (FIB) haciendo hincapié, tal y como describe el asesor del secretario general de las Naciones Unidas, Jefrey D. Sachs, “no solo en el crecimiento económico, sino también en la cultura, la salud mental, la compasión y la comunidad”.
Desde 1954 Naciones Unidas trata de evaluar la calidad de vida de las personas seleccionando doce categorías universales entre las que se encuentran la salud, la alimentación, la educación, las condiciones de trabajo, el hábitat o los derechos sociales. El resultante de la suma de estos valores es el Índice de Desarrollo Humano (IDH). Según esta clasificación, Noruega sería el país con mayor índice de bienestar, seguido de Australia y los Países Bajos. Pero si buscamos en la tabla que registra a los países según su PIB per cápita, el resultado es muy distinto. Estados Unidos se encuentra a la cabeza y a continuación están China, Japón y Alemania. España ocupa el duodécimo lugar como país más rico (por delante de Noruega, aquí en el puesto 25) mientras que ocupa el puesto 23 en la categoría elaborada por las Naciones Unidas.
Junto al IDH, existen otros índices para calcular el bienestar de las naciones, como el Indicador de Progreso Genuino, que incluye el bienestar en sus cálculos; el Índice de Salud Social (ISS), que hace hincapié en las problemáticas sociales, o el PIB verde, que registra las agresiones al medio ambiente ¿Qué valores estamos
teniendo en cuenta en nuestra sociedad?
Como muchos ecologistas se desviven por explicar, la naturaleza no es infinita. Es por esto que, según explica Jaime Sobrino a Números Rojos, “habría que imponer [a las empresas] un gasto por los efectos nocivos sobre el medio ambiente para que se tengan en cuenta y entonces, a lo mejor, sus actividades no serían tan rentables”.
Si una empresa resta de sus ganancias las deudas contraídas con bancos, accionistas o proveedores, ¿por qué no incluir también los daños infringidos a la naturaleza? Es lo que en economía se llama internalización.
Para muestra… España
En nuestro país, un caso reciente sirve de ejemplo para ver cómo empresas e incluso gobiernos no asumen los daños que una compañía pudiera causar a la naturaleza, envolviendo la operación con el deseable sueño del enriquecimiento.
A mediados de octubre de 2011, los diarios se hicieron eco de un importante hallazgo. El País lo titulaba así el 14 de octubre de 2011: “España encuentra un yacimiento de gas natural equivalente al consumo de cinco años”. El problema es que este gas se halla en el interior de capas de roca de pizarra a entre uno y cinco kilómetros de profundidad, yla técnica de extracción, conocida como fracking –o fracturación hidráulica–, resulta más compleja y contaminante de lo habitual. En el caso español, están previstos, con la autorización de las autoridades autonómicas, varios pozos en Cantabria y País Vasco. Si consideramos que la cantidad de gas encapsulado bajo tierra “supone 60 veces el consumo anual de Euskadi y cinco veces el de España” (El País), podemos pensar que, tal y como está la producción de hidrocarburos, acabamos de encontrar una olla de oro bajo tierra. Ahora bien, según Paul Krugman, premio Nobel de Economía, “sabemos que [el fracking] produce aguas residuales tóxicas (y radioactivas) que contaminan el agua potable”, por no hablar de la posibilidad de contaminación de aguas subterráneas y del impacto sobre el paisaje que supone la instalación.
Si un sistema productivo nos obliga a contaminar nuestro propio entorno con las catastróficas consecuencias que esto tiene para el futuro del planeta y todas sus especies (incluido el ser humano), ¿no deberíamos cambiar de rumbo?. Eso es lo que los decrecentistas proponen y Michel Serres, “lósofo e historiador, sugiere una metáfora en la que si un barco se dirige hacia un acantilado, lo sensato no será reducir la velocidad, sino cambiar la trayectoria de la embarcación. En palabras del economista francés Serge Latouche: “Se trata de anticipar el decrecimiento forzado e ineluctable preparando una transición serena”
Serge Latouche, profesor emérito de la universidad Paris-Sud, es uno de los principales defensores del decrecimiento. Su propuesta, como la de muchos otros, se cimienta en la degradación sufrida por la naturaleza: entre 50 y 200 especies animales y vegetales que desaparecen diariamente, contaminación de las aguas, desertificación, tala de bosques, aumento de la temperatura global, deshielo de los polos, aires irrespirables… ¿Es posible acaso fomentar un crecimiento infinito en un planeta de recursos finitos?
r de ENET Consulting: “El PIB es un indicador algo pobre si no va acompañado de otros”, como la tasa de paro, por ejemplo, mientras que para el ilustre economista norteamericano John Kenneth Galbraith, fallecido en 2006: “El nivel, la composición y la extrema importancia del PIB están en el origen de una de las formas de mentira social más extendidas”.
Otra temperatura
Como el agudo lector se habrá dado cuenta, no hemos hecho mención al presidente asiático de nuestra alegoría inicial. Pues bien, ese gobernante imaginario bien podría tratarse de Jigme Thinley, primer ministro de Bután, país que, según algunos de manera anecdótica, desde hace 40 años se haya en la llamada Felicidad Interior Bruta (FIB) haciendo hincapié, tal y como describe el asesor del secretario general de las Naciones Unidas, Jefrey D. Sachs, “no solo en el crecimiento económico, sino también en la cultura, la salud mental, la compasión y la comunidad”.
Desde 1954 Naciones Unidas trata de evaluar la calidad de vida de las personas seleccionando doce categorías universales entre las que se encuentran la salud, la alimentación, la educación, las condiciones de trabajo, el hábitat o los derechos sociales. El resultante de la suma de estos valores es el Índice de Desarrollo Humano (IDH). Según esta clasificación, Noruega sería el país con mayor índice de bienestar, seguido de Australia y los Países Bajos. Pero si buscamos en la tabla que registra a los países según su PIB per cápita, el resultado es muy distinto. Estados Unidos se encuentra a la cabeza y a continuación están China, Japón y Alemania. España ocupa el duodécimo lugar como país más rico (por delante de Noruega, aquí en el puesto 25) mientras que ocupa el puesto 23 en la categoría elaborada por las Naciones Unidas.
Junto al IDH, existen otros índices para calcular el bienestar de las naciones, como el Indicador de Progreso Genuino, que incluye el bienestar en sus cálculos; el Índice de Salud Social (ISS), que hace hincapié en las problemáticas sociales, o el PIB verde, que registra las agresiones al medio ambiente ¿Qué valores estamos
teniendo en cuenta en nuestra sociedad?
Como muchos ecologistas se desviven por explicar, la naturaleza no es infinita. Es por esto que, según explica Jaime Sobrino a Números Rojos, “habría que imponer [a las empresas] un gasto por los efectos nocivos sobre el medio ambiente para que se tengan en cuenta y entonces, a lo mejor, sus actividades no serían tan rentables”.
Si una empresa resta de sus ganancias las deudas contraídas con bancos, accionistas o proveedores, ¿por qué no incluir también los daños infringidos a la naturaleza? Es lo que en economía se llama internalización.
Para muestra… España
En nuestro país, un caso reciente sirve de ejemplo para ver cómo empresas e incluso gobiernos no asumen los daños que una compañía pudiera causar a la naturaleza, envolviendo la operación con el deseable sueño del enriquecimiento.
A mediados de octubre de 2011, los diarios se hicieron eco de un importante hallazgo. El País lo titulaba así el 14 de octubre de 2011: “España encuentra un yacimiento de gas natural equivalente al consumo de cinco años”. El problema es que este gas se halla en el interior de capas de roca de pizarra a entre uno y cinco kilómetros de profundidad, yla técnica de extracción, conocida como fracking –o fracturación hidráulica–, resulta más compleja y contaminante de lo habitual. En el caso español, están previstos, con la autorización de las autoridades autonómicas, varios pozos en Cantabria y País Vasco. Si consideramos que la cantidad de gas encapsulado bajo tierra “supone 60 veces el consumo anual de Euskadi y cinco veces el de España” (El País), podemos pensar que, tal y como está la producción de hidrocarburos, acabamos de encontrar una olla de oro bajo tierra. Ahora bien, según Paul Krugman, premio Nobel de Economía, “sabemos que [el fracking] produce aguas residuales tóxicas (y radioactivas) que contaminan el agua potable”, por no hablar de la posibilidad de contaminación de aguas subterráneas y del impacto sobre el paisaje que supone la instalación.
Si un sistema productivo nos obliga a contaminar nuestro propio entorno con las catastróficas consecuencias que esto tiene para el futuro del planeta y todas sus especies (incluido el ser humano), ¿no deberíamos cambiar de rumbo?. Eso es lo que los decrecentistas proponen y Michel Serres, “lósofo e historiador, sugiere una metáfora en la que si un barco se dirige hacia un acantilado, lo sensato no será reducir la velocidad, sino cambiar la trayectoria de la embarcación. En palabras del economista francés Serge Latouche: “Se trata de anticipar el decrecimiento forzado e ineluctable preparando una transición serena”
Serge Latouche, profesor emérito de la universidad Paris-Sud, es uno de los principales defensores del decrecimiento. Su propuesta, como la de muchos otros, se cimienta en la degradación sufrida por la naturaleza: entre 50 y 200 especies animales y vegetales que desaparecen diariamente, contaminación de las aguas, desertificación, tala de bosques, aumento de la temperatura global, deshielo de los polos, aires irrespirables… ¿Es posible acaso fomentar un crecimiento infinito en un planeta de recursos finitos?
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