Nacido en Belén, bajo la sangrienta estrella de David y en la aldea más olvidada del mundo un 25 de diciembre de un año que ahora suelen llamarle cero.
Allí nació, enmedio del estiércol del ganado, entre pobres bestias de carga y en un humilde y vulgar pesebre nació el hombre más grande de este mundo.
Fue hijo de un explotado carpintero, por la plusvalía de las puertas y las ventanas, y de la humilde y doméstica María.
Creció viendo las miserias de su pueblo y la tristeza de los judíos pisoteados por el emperador romano. El rey de los miserables judíos, se volvió subversivo y planificó el destino contra Roma, no como una revuelta sin trascendencia y de inmolación, en la que murieran inútilmente mucho zelotas con bríos pero sin estrategias,sino como prediciendo con la claridad de los procesos históricos que los sistemas imperiales se revuelcan en la laxitud pueril de sus contradicciones, hasta volver al polvo.
Fue capturado por el sistema, torturado y asesinado injustamente en una cruz, clavado de pies y manos, de frente al sol murió el hombre. Viendo la utopía azul en forma de nube que había embobado a grandes religiones históricas que se emborracharon de cielos y se marcharon del suelo.
Abajo el mundo cayó derrotado para siempre por la fuerza de los omnipresente status quo.
Hoy se le recuerda entre arboles y pólvora navideña, y cada quien se programa para ser bueno, para dar migajas, para vestirse de un viejo barbón bobo que regala juguetes y sonrisas con la idea clara de que sus fabricas hacen las horas extras de la rentabilidad inhumana. Entre luces falsas que parodian el brillo de las estrellas y entre compras suntuarias de consumo inmediato, se sigue crucificando de nuevo al más grande hombre de todos los tiempos. A aquel que no le dieron de beber ni de comer, ni lo visitaron en la cárcel cuando se hizo subversivo, ni le dieron ni de vivir ni de bien morir: Jesús el nazareno, el mesías que anunció las buenas nuevas del socialismo por los siglos de los siglos…
Allan McDonald
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